lunes, 1 de diciembre de 2008

Plica

Querido Ernesto: Perdóname por la brevedad de esta carta y no decirte en dónde estoy en estos momentos. Hace ya seis meses que escapé del manicomio en Chicago. No tenía cómo probar nada. Todo apuntaba a lo mismo: una locura absoluta. Pero yo sabía que era cierto todo lo que viví, la verdad que yo sé que existe. Libros, internet, expertos en psicología, psiquiatría, neurología, los mejores doctores de todo Chicago sólo pudieron diagnosticarme cosas completamente insólitas. Al llegar a ningún lugar lo único que les quedó fue decir que estaba loco. El tiempo que estuve en ese maldito lugar, me puse a pensar a cuántas personas habrán metido a ese lugar sin que padezcan de locura, como yo. Claro que al final la locura les llegaba por la culpa de la enloquecedora y perturbante blancura absoluta del lugar y de que te repitan todos los días que estas loco. Creo que al final no quedaba más que creértelo. Pero yo no. Me rehusé a eso. Cuatro sesiones al día. El mejor psicoanalista de tod0o Europa trataba hacerme creer que todo era parte de mi imaginación, que yo creaba todas estas situaciones por haber tenido un trauma con un conejo y un globo rojo de pequeño y porque… porque sí. Así terminaba sus explicaciones no tenía nada que decir. Charles Dickenson J’ouxtòur, o como yo le llamaba: Dr. Dick. Él fue el que me metió al manicomio en Chicago después de decirle: lo siento Dick, pero yo tengo la razón. Eso lo enfurecía. Por eso me declaró mentalmente… me declaró loco y me encerró. Sólo por no tener la razón. Tú te preguntarás por qué si yo odio tanto a los psicoanalistas fui donde uno. Pues sólo fui porque estaba desesperado por encontrar y no encontrar una respuesta, por ordenar mi tan atormentada cabeza, para que me den pastillas y pasar todo el día drogado, para no suicidarme, para darme por vencido. Pero no pude. Después de pasar dos días en el manicomio o en “Looney House” me di cuenta de todo. Me di cuenta que si no haya respuestas, si no aclarar todo por más que la verdad pueda ser más que terrible… si no lo hacía nunca más podría volver a mirarme a un espejo, a mirar mi reflejo. Por eso escapé. Para resolver todo esto. Huí para volver a ella. A buscar respuestas. No llovía ni habían nubes en el cielo, pero sabía que iba a llover. Me encontré en medio de un parque miraflorino con un cigarro en la mano y sentado en una banca que me hacía, de alguna forma un tanto subjetiva, la compañía que necesitaba desde hace mucho tiempo. El mar obtuvo un color plomo y el viento estaba tan calmo que no movía ni siquiera un poco mi gran alborotada cabellera. Ya habían pasado dos años desde que me dediqué completamente a mi guitarra. Mi trabajo consistía en hacer lo que ya sabía hacer desde el día que me regalaron este instrumento. Música. No me considero bueno pero al parecer a todos les gustaba mucho mi trabajo. ¿Por qué? Nunca busqué la admiración de nadie, no esperé nunca el dinero que ahora poseo ni nada parecido. Me siento vacío. Como si esto lo hubiera hecho ya más de mil veces, un infernal vacío. No era feliz, lo admito. No me sentía completo. Esa mañana en el malecón, mientras miraba perdidamente a alguna parte del mar que aún seguía completamente gris, se sentó a mi costado una mujer envuelta en un abrigo blanco. La mujer se veía muy tranquila, fumaba ella un capri mientras marcaba un ritmo un poco confuso con el tacón de su zapato. No pude evitar mirarla, era una mujer muy bonita, no era muy llamativa pero saltaba al ojo de cualquiera. Esa mujer para mí fue tan cautivante, que ni el extenso mar rogando que voltee para contemplarlo, pudo evitar que yo no deje de observarla. Sí. Una mujer muy bonita y yo un hombre al cual una banca le hacía compañía esa mañana. Pero había algo además de su belleza que hacía que mis ojos se pegaran a ella como imanes a su polo opuesto. No podía disimularlo, la conocía y no sé dónde la había visto, no sabía su nombre, pero estaba completamente seguro que en el hombro tenía un lunar y una estrella tatuada. Pasaron varias horas que quizás fueron sólo cinco minutos, hasta que me di cuenta. Carajo… ¡Mi madre! ¡Era mi madre! Imposible, eso era imposible. Tenía mi edad, era más que evidente, no podía ser ella. Sólo podía ser alguien que se parecía mucho a ella, alguien que me atraía mucho además, yo nunca me sentiría atraído por mi madre. Es enfermizo, ilógico y hasta cierto punto, algo completamente estúpido. Mi cabeza volaba en pensamientos, miles de cosas llenaron mi mente esa mañana. Sólo dejé de pensar cuando ella se dio cuenta de mi tan fija mirada en su rostro. Me dijo si me iba a quedar mirándola o si le iba a invitar un café. Tomamos un café en un pequeño restaurante de Barranco, hablamos por horas y se hizo de noche. Nunca le pregunté su nombre. No hubo tiempo. La charla fue muy larga y entretenida como para preocuparme por algo que casi, aunque suene absurdo, no tenía importancia en ese momento. En esas pocas horas me demostró ser muy inteligente, superior al resto. Sabía mucho de música, historia, literatura, política… sabía hasta la cantidad de cucharadas de azúcar que siempre le puse al café. Sin preguntarme siquiera si deseaba azúcar, las hechó. Yo me sorprendí un poco, pero no le tomé importancia. Estaba tan maravillado por esa mujer tan misteriosa, tan elegante, y por lo que vi además de ser guapa, poseía un cuerpo espectacular. No podía creerme a mí mismo, parecía un pequeño niño y ella un gran caramelo. Me quedé completamente embobado. Se podría decir que a pesar de ser una persona muy sensata, aún sentí ese deseo de enamorarme sin importar qué. Ese impulso de invitarla a tomar un café todas las veces que quiera, aunque todavía fuera una extraña para mí. Era inexplicable. Me enamoré completamente de ella. Yo nunca fui un romántico, pero en sólo horas me enamoré de ella. De su hipnotizante sonrisa. La mejor del universo, de eso estoy completamente seguro. Cuando nos despedimos no me dijo su nombre ni quiso hacerlo, cuando se lo pregunté. Yo tampoco le dije el mío porque me dijo que no era necesario. Desde entonces estuvimos saliendo. Los meses pasaban y ella se veía aún más hermosa que el primer día que la vi y se siguió negando a decirme su nombre. Aunque me parecía muy extraño que no me quiera decir su nombre, lo acepté, total, la tenía. Ella era mía y eso era todo lo que necesitaba. Después de un tiempo, una noche que salimos a ver una obra en un teatro en el Centro, después de darle un beso me dijo al oído: Luna. Yo miré al cielo a ver la luna, pensé que eso era lo que quería que hiciera, y cuando lo hice ella comenzó a reír. Así me llamo, dijo. No puedo creer que pensaras que me refería a la luna. Siguió riendo. Me sonrojé un poco y le dije. Pues tanta diferencia no hay entre las dos, ambas son bellísimas. La miré y esperé a que me preguntara el mío. Pero no lo hizo. Sólo me miró y me dijo: Gabriel. No me sorprendió mucho, mi nombre salía en todos los diarios del país, cosa que yo odiaba. Me dio un último beso y me dijo: un placer conocerte. Ahora yo era el que reía. La abracé de nuevo. No podía dejarla ir, no quería dejarla ir. Y era tan fuerte este sentimiento que al final no la dejé ir. Esa noche fue la primera que pasamos juntos. La amé como a nadie, como si ella fuera mi mundo absoluto. Mi mujer. Despertar junto a ella fue como despertar en algún tipo de paraíso personal. No podía evitarlo, me idiotizaba toda ella. La admiré por un buen rato, estaba hermosísima. Y ahí lo supe: ella era la mujer de mi vida. Despertó y me miró por un rato, siempre sonriendo. Se ofreció a prepararme el desayuno, y yo encantado con eso le regalé el primer beso de la mañana. Se paró, aún desnuda, y ahí estaba: la estrella y el lunar. No podía ser posible, ¡yo no soy ningún adivino ni tengo visiones del futuro!, ¿cómo pude saber eso?, saber ese pequeño detalle de su cuerpo era algo completamente absurdo ya que yo nunca la había visto desnuda antes. Admito, por más que quise hacer como que no me afectó, me horroricé. Pensar y presentir que algo está mal con todo esto, pensar y presentir que ella podría no ser lo que yo pensaba, pensar y presentir que todo esto estaba mal, incorrecto… Miedo. Más pensamientos. ¡No!, me dije a mi mismo, tan estúpido yo, no pienses más de lo debido. Me había pasado toda la vida pensando y nunca fui tan feliz como lo era en ese entonces. Cuando levanté la mirada ella ya estaba en la cama con el desayuno. No mencioné nada. La amaba tanto que era capaz de aceptar todo eso y más por ella. Pasaron dos años, dos maravillosos años que no creo que sea de mucha relevancia contarlos. Nos casamos y después de cinco meses ella salió embarazada. La felicidad era algo constante en mí. Nunca había sido tan feliz, nunca había tenido tanto y nunca supuse que lo mejor hubiera sido nunca tenerlo. Lo tenía todo. Una mujer maravillosa, un trabajo que me daba mucho sin hacer yo casi nada, y ahora un hijo varón que estaba pronosticado a nacer el trece de abril. Pasaron los meses y mi cumpleaños llegó. Ella ya tenía el vientre muy grande. Se había puesto un vestido negro para no verse hecha todo un globo aerostático, me dijo en un tono burlón. Reímos un rato. Estábamos a punto de salir a cenar cuando empezó a sentirse mal y la llevé al hospital a una velocidad que nunca imaginé que un automóvil podía alcanzar. Y nació. Mi hijo nació el día de mi cumpleaños. Quería estar completamente alegre, pero no podía evitar encontrar un poco extraño que a pesar de que faltaran todavía dos meses para la supuesta fecha del parto, mi hijo haya nacido ese día. El día de mi cumpleaños. Entré a verlos. Tuve que disimular mucho la incomodidad que llevaba en la cabeza, todas esas preguntas. Ella me miró y me dijo que me veía algo extraño. Gracias a Dios entró una enfermera a tiempo y nos preguntó qué nombre le pondríamos a nuestro hijo. Lo dejé a disposición de Luna. Sin dudarlo le puso Gabriel, como yo. Después de un momento salí del cuarto para aclarar mi mente. Estaba comportándome de una manera muy engreída para tener la edad que tenía. Caminé por los pasillos y sin darme cuenta un paciente viene corriendo hacia mí y me tumba al suelo. Estaba espantado, queriéndomelo quitar de encima. El enfermo me susurraba muchas veces: tú siempre harás lo mismo, siempre, siempre, siempre…!! Hasta que logré sacármelo de encima porque dos enfermeros me ayudaron. Se lo llevaron y él siguió mirándome hasta que me gritó lo que quizás tenga que resolver para saber la verdad de todo esto. ¡Tu vida es un maldito círculo, imbécil!. Pasaron doce años para que yo empezara a descubrir la verdad. O lo que quizás yo llamo verdad. ¿A qué le llamo verdad? Pues aún no estoy muy seguro. Sólo sé que todo comenzó así: sucesos irremediablemente inexplicables: mi hijo Gabriel. Él además de ser idéntico físicamente a mí, parecía tener mi destino. Mi vida. ¿Cómo explicar esto? No hay manera de hacerlo. Desde que él nació lo que antes encontraba un poco absurdo ahora lo encontraba completamente ilógico. Es verdad que existen las coincidencias, sí existen, lo sé, pero nunca toda una vida va a coincidentemente sincronizar exactamente con la de alguien más. Y claro, yo seguí disimulando por amor a Luna, por no arruinar nada de lo que ya tenía. Soy un imbécil, me decía, son sólo invenciones mías. Pero el día del cumpleaños de mi hijo, y mi cumpleaños también por obvias razones, el día en el que Gabriel cumplió doce años, fuimos a celebrarlo a donde yo había pasado mi cumpleaños número doce. Fuimos a una playa al sur, en la que recuerdo que yo había tenido un accidente en el cual casi muero. Decidí ir a la orilla a recolectar piedras mientras mis padres no veían, y en eso, reacciono por la voz de mi padre gritando mi nombre y me doy cuenta que estaba muy adentro del mar. Fue entonces cuando ya no pude salir de ahí. Mi padre se metió al mar a sacarme y mi madre lloraba, me llevaron al hospital y me recuperé sólo en dos días. Nosotros llegamos a la playa y lo primero que hice fue advertirle a mi hijo sobre el mar, nunca le mencioné sobre mi accidente. Gabriel era obediente así que no me preocupé mucho de que le pasara algo así. Me sentí muy feliz sentado en la arena con Luna a mi costado, pasó mucho tiempo para que me diera cuenta de que Gabriel no estaba. Lo busqué y no lo encontraba, hasta que me di cuenta: el mar. Corrí hacia él y Luna lloraba desconsolada. Lo saqué de ahí y comencé a reanimarlo, él ya no respiraba. Luna no paraba de llorar. Reaccionó y lo llevamos al hospital más cercano a ese lugar. El doctor se acercó a mí y me dio una bolsa con unas piedras dentro de ella, me dijo que habían estado en el bolsillo del pantalón de mi hijo. No podía ocultar la expresión de asombro en mi rostro. Era completamente absurdo, ¡es completamente absurdo! Nunca imaginé encontrarme en esta situación, encontrarme con esta angustia, con un vacío inevitable de nuevo. La voz del paciente del hospital retumbaba en mí, como queriéndome dar una respuesta, pero no la encontraba, aún no la encuentro. Mi vida se volvió un falso parque de diversiones, tenía todo para ser feliz, pero comencé a notar que nada de ahí era real. Yo quería que sea real y me esforzaba en poner todo en las circunstancias precisas para que siga funcionando, para que el espejismo siga haciendo su efecto. Me estaba engañando estúpidamente. Se lo mencioné a Luna porque sentí que debía. Ella ni siquiera se asombró por mi tan fantástico relato que conté con una emoción adrenalínica, sólo me calló con la mirada y me dijo que me deje de ridiculeces. No soy un ridículo, yo sé que no lo soy. Sé que Gabriel, mi hijo, está relacionado a mí de una forma totalmente aparte de mi parentesco con él. Las sospechas siempre estuvieron ahí, pero nunca hice nada. No quería perder todo lo que ya tenía por locuras, o cosas que yo pensaba que eran locuras. No quería ser como mi padre, no lo sería. Yo no enloquecería como él. Nunca supe por qué enloqueció. Sólo sé que cuando comenzó a enloquecer desapareció. Lo odié por habernos abandonado a mi madre y a mí. Lo más raro de eso fue que mi madre nunca entristeció por la desaparición de mi padre y nunca me dio razones sobre todo eso. Yo no iba a permitir que mi hijo pasara por eso, ni Luna tampoco, así que volví a hacer lo que más sé hacer después de tocar la guitarra: disimular que todo está bien. Pasaron dos años más y yo seguí engañándome. Los sucesos seguían pasando, caídas, cortes, cicatrices, anécdotas… las mismas que las mías. Cada vez me iba desesperando más. Mi punto de cordura dependía de un hilo. Mi música ya no era la misma. Me estaba yendo a la deriva y siempre para no caer me decía: son sólo coincidencias. Hasta que llegó: el día de mi punto de quiebre. Estábamos celebrando el día de la Primera Comunión de Gabriel. Le ofrecí a él y a su madre tomarles una foto para ponerla en la sala antes de salir a festejar. Luna bajó con un vestido blanco y Gabriel con un terno azul, el cual yo sabía de alguna extraña manera, que estaba a punto de descoserse la entrepierna. No quise prestar atención a esos detalles de nuevo, no quería arruinar el momento. Puse todo en su lugar para tomar la foto con la cámara instantánea que recién había comprado. Luna sonreía y Gabriel siempre odió sonreír para las fotos, pero para esta vez se le escapó una sonrisa por las cosquillas que su madre le empezó a hacer. Tomé la foto y mientras ellos se recuperaban del flash que salió de mi cámara, yo esperé a que la imagen se aclarara. Y fue ahí cuando me di cuenta. La foto. Era exactamente igual a la que yo tenía en mi billetera con mi madre, la misma pared con un florero con rosas, las cosquillas y mi sonrisa, el terno… eso ya no podía ser cubierto. ¡Dos fotos idénticas! ¡con las mismas personas.. los mismos gestos… lo mismo… todo era igual! Luna, su rostro… Era imposible, ¿quién era ella? No puede ser que lo que alguna vez pensé la primera vez que la vi sea verdad: ¿mi madre?... ¡Carajo! ¡Eran exactamente iguales!... Tiré la cámara al piso y corrí a la habitación. Empalidecí. Habían más fotos como la que yo tenía en mi billetera, como la que yo había tomado hace unos instantes, todas con años diferentes. Mi corazón latía demasiado fuerte: mi hijo. No podía seguir mintiéndome, nada de lo que yo llamé coincidencia fue una coincidencia. Él era yo… o yo era él… los nombres iguales… cumpleaños iguales… sucesos únicos de nuestras vidas: iguales. No entiendo, ¡es imposible!, ¿qué pensar?, ¿qué hacer?, ¿quién soy?, ¿quién es Luna?... ¡Mierda! ¡¿Quién es Luna?! Fue entonces cuando la vi. Parada frente a mí mirándome sin asombro alguno, inmóvil, completamente blanca, presentí que hasta el alma la tenía blanca, pero no de pureza, si no de frialdad. No se inmutaba para nada, viéndome retorcer de dolor y angustia, de confusión y odio hacia todo, asco, tristeza. Estaba destrozado. Pero ella no. Seguía parada frente a mí. Me levanté desesperado, rodeado de todas las fotos, de cartas iguales, repetidas una y otra vez, pero siempre con el año diferente. Sudaba frío, quería respuestas. Le exigí respuestas. Grité, le grité a Luna como nunca lo había hecho. No me respondió nada. Sólo me dijo algo cuando me vio sentado en el borde de la cama, lleno de impotencia, frustración, odio. Me dijo con voz seria, como si me lo estuviera ordenando: es hora de que te vayas de aquí. Ya es hora. No entendía nada. No podía entender nada. Abrí mi maleta y metí mi ropa. Luna salió de la habitación. Bajé las escaleras y sólo caminé, sin rumbo, pero hacia algún lugar. Abrí la puerta y sin despedirme de nadie me fui. Me dirigí al aeropuerto sin pensarlo, compré un boleto para ese mismo día a Chicago. Cuando estaba en el avión dirigiéndome a Chicago, miré al cielo y recordé: Mi padre también se llamó Gabriel. No puedo escribirte más. Mi vuelo sale mañana y mis cosas aún siguen en los cajones. Perdón si me he demorado diciéndote cosas que quizás no tengan mucha importancia y por hablar de manera tan breve y simple. Faltan más cosas que decir, muchas más. Cosas que nunca imaginarías ciertas, como algunas que ya te he contado antes. Sólo espero que me creas, que no pienses que el Dr. Dick tenía razón: sólo mira las fotos que te mandé y las siete cartas. No puedo mentirte Ernesto, ya que tú eres pieza clave de toda esta verdad. Te mandaré una carta al llegar a Lima explicándote este punto, espero una respuesta sincera de ella. Atte. Gabriel.
Este cuento es invención de mi mejor amiga Chiara, me pareció exelente y le pedí permiso para publicarlo sin violar sus derechos de autor jaja ... yo sé que si Llosa no llegó al Nobel, tú lo harás ...